martes, 9 de agosto de 2011

EL OBISPO "CHICHEÑÓ"


Por los años 1 780 comía pan en esta ciudad de los reyes un bendito de Dios, a quien bautizaron con el nombre de Ramón.  Era éste un pobre hombre mantenido por la caridad pública y el hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de pocas palabras, pues para complemento de desdicha era tartamudo y a todo contestaba con un “sí, señor”, que al pasar por su desdentada boca convertía en “chi, cheñó”
El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba Ramón y todo Lima lo conocía por “Chicheñó”. En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, dos acaudalados comerciantes españoles trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en sedas, paños, alhajas y lujosos adornos para iglesias. Arrendaron un vasto almacén con cruces brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos y otras prendas de rubíes, ópalos zafiros, perlas y esmeraldas.
Ocho días llevaba abierto el elegante almacén cuando tres andaluces, que vivían en Lima más pelados que plátano de seda, idearon la manera de apropiarse de parte de las alhajas y para ello ocurrieron al originalísimo plan que voy a referir.
Después de conseguirse un traje completo de obispo vistieron con él a Ramón y dos de ellos se vistieron con sotana y sombrero de clérigo. Enseguida sobornaron a un cochero a fin de que pusiese el carruaje de su patrón a disposición de ellos. 
Los dueños del almacén en cuestión iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la puerta. Un paje abrió la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.
Penetraron los tres en el almacén. Los dos  comerciantes se deshicieron en cortesía, besaron el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno de los clérigos tomó la palabra y dijo:
-          Su señoría, el señor obispo de Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas alhajitas para su persona y para su santa Iglesia Catedral y sabiendo que todo lo que ustedes han traído de España es de última moda, ha querido darles la preferencia.
Los comerciantes hicieron la presentación de cada uno de sus artículos, garantizando, bajo palabra de honor, que ellos no daban gato por liebre y aseguraban que el señor obispo no tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.
-          En primer lugar –continuó el secretario- necesitamos un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su señoría no repara en precios que no es ningún tacaño. ¿No es así, ilustrísimo señor?
-          Chi, cheñó –contestó el obispo
Los españoles sacaron a relucir cálices de primoroso trabajo artístico. Tras los cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadenas de oro, anillos, alhajas para la virgen y regalos para las monjitas de Huamanga. La factura ascendió a quince mil duros.
Cada prenda que escogían los clérigos la enseñaban a su superior, preguntándole:
-          ¿Le gusta a su señoría ilustrísima?
-          Chi, cheñó –contestaba el obispo.
-          Pues al coche.
Y el paje cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los españoles apuntaba el precio en un papel.
Llegado el momento del pago, dijo el secretario:
-          Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría y él nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría ilustrísima?
-          Chi cheñó –respondió el obispo.
Quedando de rehén tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza.
Marchados los dos clérigos, pensaron los comerciantes en el almuerzo y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos:
-          ¿Nos haría su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?
-          Chi, cheñó.
Los españoles pidieron a sus sirvientes traer algunos platos extraordinarios y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no solamente les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo.
Se sentaron a almorzar, y no les dejó de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan ni rezase siquiera en latín, ni, por más que ellos se esforzaban en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras que chi cheñó.
Pasaron dos horas y los clérigos no aparecían.
-          Para una cuadra que nos separa de aquí al palacio arzobispal es ya mucha tardanza –dijo al fin molesto uno de los comerciantes- ¡Ni que hubieran ido a Roma!  ¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus clérigos?
-          Chi, cheñó
Y calándose el sombrero salió el español a paso veloz.
En el palacio arzobispal supo que allí no había huésped ilustrísimo y que el obispo de Huamanga estaba muy tranquilo en su diócesis cuidando de su rebaño.
El hombre echó a correr, vociferando como un loco; se armó tal alboroto en la calle donde estaba el almacén que éste se lleno de curiosos.
De ene es añadir que “Chicheñó” fue a la cárcel; pero, reconocido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto el libertad. En cuanto a los ladrones, hasta hoy, que yo sepa, no se ha tenido noticia de ellos.