martes, 7 de junio de 2011

FRANCISCO BOLOGNESI

Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5 de junio de 1880. Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes azules de una casita de modesta apariencia, situada en la falda del cerro de Arica y en dirección a la calle real del puerto.
Un soldado del batallón de granaderos de Tacna con el rifle al brazo, hacía su fracción de centinela en la puerta de la casita.
Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría ocho metros de largo por seis de ancho, habría visto por todo humildísimo moblaje una tosca mesa de pino, unos pocos envejecidos sillones y una gran banca con pretensiones de sofá.
Sentado junto a la mesa en el menos estropeado de los sillones y esgrimiendo el lápiz sobre un plano que delante tenía, se hallaba aquella mañana un anciano de marcial y expansivo semblante, de bigote cano, mirada audaz y frente despejada. Vestía pantalón de paño grana con cordoncillo de oro, paleto azul con botones de metal, militarmente abrochado y quepis con el distintivo de jefe que ejerce mando superior. Era el coronel Francisco Bolognesi.
Un capitán avanzó algunos pasos hacía la mesa y cuadrándose militarmente dijo:
-          Mi coronel, ha llegado el parlamento enemigo.
-         - Que pase – contestó Bolognesi y se puso de pie.
El oficial salió y pocos segundos después entraba en la sala un gallardo jefe chileno que vestía uniforme de artillero. Era el sargento mayor don Cruz Salvo.
-  - Mis respetos, señor coronel – dijo, inclinándose cortésmente, el parlamentario.
-        - Gracias, señor mayor. Dígnese usted tomar asiento.
Salvo ocupó el sillón que le cedía Bolognesi y éste se sentó en el extremo del sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio, que al fin rompió el parlamentario diciendo:
-         - Señor coronel, una división de seis mil hombres se encuentra a tiro de cañón de la plaza.
-         - Lo sé – interrumpió con voz tranquila el jefe peruano - Aquí somos mil seiscientos hombres decididos a salvar el honor de nuestras armas.
-        - Permítame usted, señor coronel – continuó Salvo - que le observe que el honor militar no impone sacrificio sin fruto; que la superioridad numérica de los nuestros es como cuatro contra uno; que las mismas ordenanzas militares justifican en su caso una capitulación, y que estoy autorizado en decirle,  en nombre del general en jefe de nuestro ejército de Chile, que esa capitulación se hará en condiciones que tanto  honren al vencido como al vencedor.
-      - Está bien, señor mayor – repuso Bolognesi sin alterar la impasibilidad de su acento - pero estoy resuelto a quemar el último cartucho.
El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración por aquel soldado, encarnación del valor sereno y que parecía fundido en el molde de los legendarios guerreros inmortalizados por el cantor de la “Iliada”. Clavó en Bolognesi una mirada profunda, investigadora, como si dudase de que en esa alma de temple espartano cupiera resolución tan heroica. Bolognesi resistió con altivez la mirada del mayor Salvo, y este, levantándose dijo:
-         - Lo siento, señor coronel. Mi misión ha terminado.
Bolognesi acompañó hasta la puerta al parlamentario y allí se cambiaron dos ceremoniosas cortesías. Al transponer el dintel volvió Salvo la cabeza y dijo:
-         - Todavía hay tiempo para evitar una carnicería… Medítelo usted, coronel.
Un relámpago de cólera pasó por el espíritu del gobernador de la plaza y con la nerviosa inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de que lo consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto, contestó:
-         - Repita usted a su general que quemaré hasta el último cartucho.
Minutos más tarde Bolognesi, convocaba para una junta  de guerra a los principales jefes que le estaban subordinados. En ella, les presentó, sin exageración, el sombrío y desesperante cuadro de actualidad, y después de informarles sobre la misión del parlamentario, les indicó su decisión de quemar hasta el último cartucho, contando con que su decisión sería también la de sus compañeros de armas.
El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa eléctrica. La palabra desaliñada, franca, tranquila y resuelta del jefe de la plaza halló simpática resonancia en aquellos jóvenes corazones. El hidalgo Joaquín Inclán y el intrépido Justo Arias, dos viejos coroneles en quienes el hielo de los años no había alcanzado a enfriar el calor de la sangre; el tan caballero como infortunado Guillermo More; el circunspecto jefe Mariano Bustamante y el impetuoso comandante Ramón Zavala, fueron los primeros, por ser también los de mayor categoría militar, en exclamar:
-         - ¡Combatiremos hasta morir!
Y la exclamación de ellos fue repetida por todos los jefes jóvenes, como los hermanos Cornejo, Ricardo O´Donovan, Armando Blondel y el denodado Alfonso Ugarte, gentil muchacho, que en la hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victoria, clavó las espuelas en los flanco del fogoso corcel que montaba, precipitándose, caballo y caballero, desde la eminencia del Morro en la inmensidad del mar.
Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los Cornejo, O´Donovan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa hecatombe de Arica, hecatombe que mi pluma rehúsa describir porque se reconoce impotente para pintar cuadro de tan indescriptible grandeza; todos, a la vez que Francisco Bolognesi, cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de la patria y balbuceando en su última agonía el nombre querido del Perú.

1. Siguiendo las descripciones de la lectura, dibuja la sala de la casa de Bolognesi.
2. Explica con tus propias palabras el significado de:
            a) Quepí          b) Gallardo         c) Capitulación
3. ¿Qué entiendes por la frase “a tiro de cañón”?
4. Si te encontrarías en la situación de Bolognesi, ¿cuál habría sido tu respuesta?