martes, 9 de agosto de 2011

EL OBISPO "CHICHEÑÓ"


Por los años 1 780 comía pan en esta ciudad de los reyes un bendito de Dios, a quien bautizaron con el nombre de Ramón.  Era éste un pobre hombre mantenido por la caridad pública y el hazmerreir de muchachos y gente ociosa. Hombre de pocas palabras, pues para complemento de desdicha era tartamudo y a todo contestaba con un “sí, señor”, que al pasar por su desdentada boca convertía en “chi, cheñó”
El pueblo llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba Ramón y todo Lima lo conocía por “Chicheñó”. En el año que hemos apuntado llegaron a Lima, dos acaudalados comerciantes españoles trayendo un valioso cargamento. Consistía éste en sedas, paños, alhajas y lujosos adornos para iglesias. Arrendaron un vasto almacén con cruces brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos y otras prendas de rubíes, ópalos zafiros, perlas y esmeraldas.
Ocho días llevaba abierto el elegante almacén cuando tres andaluces, que vivían en Lima más pelados que plátano de seda, idearon la manera de apropiarse de parte de las alhajas y para ello ocurrieron al originalísimo plan que voy a referir.
Después de conseguirse un traje completo de obispo vistieron con él a Ramón y dos de ellos se vistieron con sotana y sombrero de clérigo. Enseguida sobornaron a un cochero a fin de que pusiese el carruaje de su patrón a disposición de ellos. 
Los dueños del almacén en cuestión iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso carruaje se detuvo a la puerta. Un paje abrió la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos clérigos y tras ellos un obispo.
Penetraron los tres en el almacén. Los dos  comerciantes se deshicieron en cortesía, besaron el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno de los clérigos tomó la palabra y dijo:
-          Su señoría, el señor obispo de Huamanga, de quien soy humilde capellán y secretario, necesita algunas alhajitas para su persona y para su santa Iglesia Catedral y sabiendo que todo lo que ustedes han traído de España es de última moda, ha querido darles la preferencia.
Los comerciantes hicieron la presentación de cada uno de sus artículos, garantizando, bajo palabra de honor, que ellos no daban gato por liebre y aseguraban que el señor obispo no tendría que arrepentirse por la distinción con que los honraba.
-          En primer lugar –continuó el secretario- necesitamos un cáliz de todo lujo para las fiestas solemnes. Su señoría no repara en precios que no es ningún tacaño. ¿No es así, ilustrísimo señor?
-          Chi, cheñó –contestó el obispo
Los españoles sacaron a relucir cálices de primoroso trabajo artístico. Tras los cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadenas de oro, anillos, alhajas para la virgen y regalos para las monjitas de Huamanga. La factura ascendió a quince mil duros.
Cada prenda que escogían los clérigos la enseñaban a su superior, preguntándole:
-          ¿Le gusta a su señoría ilustrísima?
-          Chi, cheñó –contestaba el obispo.
-          Pues al coche.
Y el paje cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los españoles apuntaba el precio en un papel.
Llegado el momento del pago, dijo el secretario:
-          Iremos por las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría y él nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría ilustrísima?
-          Chi cheñó –respondió el obispo.
Quedando de rehén tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de desconfianza.
Marchados los dos clérigos, pensaron los comerciantes en el almuerzo y acaso por llenar fórmula de etiqueta dijo uno de ellos:
-          ¿Nos haría su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?
-          Chi, cheñó.
Los españoles pidieron a sus sirvientes traer algunos platos extraordinarios y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la Iglesia, que no solamente les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas, sino que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro mundo.
Se sentaron a almorzar, y no les dejó de parecer chocante que el obispo no echase su bendición al pan ni rezase siquiera en latín, ni, por más que ellos se esforzaban en hacerlo conversar, pudieron arrancarle otras palabras que chi cheñó.
Pasaron dos horas y los clérigos no aparecían.
-          Para una cuadra que nos separa de aquí al palacio arzobispal es ya mucha tardanza –dijo al fin molesto uno de los comerciantes- ¡Ni que hubieran ido a Roma!  ¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus clérigos?
-          Chi, cheñó
Y calándose el sombrero salió el español a paso veloz.
En el palacio arzobispal supo que allí no había huésped ilustrísimo y que el obispo de Huamanga estaba muy tranquilo en su diócesis cuidando de su rebaño.
El hombre echó a correr, vociferando como un loco; se armó tal alboroto en la calle donde estaba el almacén que éste se lleno de curiosos.
De ene es añadir que “Chicheñó” fue a la cárcel; pero, reconocido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto el libertad. En cuanto a los ladrones, hasta hoy, que yo sepa, no se ha tenido noticia de ellos.

martes, 7 de junio de 2011

FRANCISCO BOLOGNESI

Eran las primeras horas de la mañana del sábado 5 de junio de 1880. Los rayos del tibio sol matinal caían sobre las paredes azules de una casita de modesta apariencia, situada en la falda del cerro de Arica y en dirección a la calle real del puerto.
Un soldado del batallón de granaderos de Tacna con el rifle al brazo, hacía su fracción de centinela en la puerta de la casita.
Quien hubiera penetrado en la pieza principal, que mediría ocho metros de largo por seis de ancho, habría visto por todo humildísimo moblaje una tosca mesa de pino, unos pocos envejecidos sillones y una gran banca con pretensiones de sofá.
Sentado junto a la mesa en el menos estropeado de los sillones y esgrimiendo el lápiz sobre un plano que delante tenía, se hallaba aquella mañana un anciano de marcial y expansivo semblante, de bigote cano, mirada audaz y frente despejada. Vestía pantalón de paño grana con cordoncillo de oro, paleto azul con botones de metal, militarmente abrochado y quepis con el distintivo de jefe que ejerce mando superior. Era el coronel Francisco Bolognesi.
Un capitán avanzó algunos pasos hacía la mesa y cuadrándose militarmente dijo:
-          Mi coronel, ha llegado el parlamento enemigo.
-         - Que pase – contestó Bolognesi y se puso de pie.
El oficial salió y pocos segundos después entraba en la sala un gallardo jefe chileno que vestía uniforme de artillero. Era el sargento mayor don Cruz Salvo.
-  - Mis respetos, señor coronel – dijo, inclinándose cortésmente, el parlamentario.
-        - Gracias, señor mayor. Dígnese usted tomar asiento.
Salvo ocupó el sillón que le cedía Bolognesi y éste se sentó en el extremo del sofá vecino. Hubo algunos segundos de silencio, que al fin rompió el parlamentario diciendo:
-         - Señor coronel, una división de seis mil hombres se encuentra a tiro de cañón de la plaza.
-         - Lo sé – interrumpió con voz tranquila el jefe peruano - Aquí somos mil seiscientos hombres decididos a salvar el honor de nuestras armas.
-        - Permítame usted, señor coronel – continuó Salvo - que le observe que el honor militar no impone sacrificio sin fruto; que la superioridad numérica de los nuestros es como cuatro contra uno; que las mismas ordenanzas militares justifican en su caso una capitulación, y que estoy autorizado en decirle,  en nombre del general en jefe de nuestro ejército de Chile, que esa capitulación se hará en condiciones que tanto  honren al vencido como al vencedor.
-      - Está bien, señor mayor – repuso Bolognesi sin alterar la impasibilidad de su acento - pero estoy resuelto a quemar el último cartucho.
El parlamentario de Chile no pudo dominar su admiración por aquel soldado, encarnación del valor sereno y que parecía fundido en el molde de los legendarios guerreros inmortalizados por el cantor de la “Iliada”. Clavó en Bolognesi una mirada profunda, investigadora, como si dudase de que en esa alma de temple espartano cupiera resolución tan heroica. Bolognesi resistió con altivez la mirada del mayor Salvo, y este, levantándose dijo:
-         - Lo siento, señor coronel. Mi misión ha terminado.
Bolognesi acompañó hasta la puerta al parlamentario y allí se cambiaron dos ceremoniosas cortesías. Al transponer el dintel volvió Salvo la cabeza y dijo:
-         - Todavía hay tiempo para evitar una carnicería… Medítelo usted, coronel.
Un relámpago de cólera pasó por el espíritu del gobernador de la plaza y con la nerviosa inflexión de voz del hombre que se cree ofendido de que lo consideren capaz de volverse atrás de lo una vez resuelto, contestó:
-         - Repita usted a su general que quemaré hasta el último cartucho.
Minutos más tarde Bolognesi, convocaba para una junta  de guerra a los principales jefes que le estaban subordinados. En ella, les presentó, sin exageración, el sombrío y desesperante cuadro de actualidad, y después de informarles sobre la misión del parlamentario, les indicó su decisión de quemar hasta el último cartucho, contando con que su decisión sería también la de sus compañeros de armas.
El entusiasmo como el pánico han sido siempre una chispa eléctrica. La palabra desaliñada, franca, tranquila y resuelta del jefe de la plaza halló simpática resonancia en aquellos jóvenes corazones. El hidalgo Joaquín Inclán y el intrépido Justo Arias, dos viejos coroneles en quienes el hielo de los años no había alcanzado a enfriar el calor de la sangre; el tan caballero como infortunado Guillermo More; el circunspecto jefe Mariano Bustamante y el impetuoso comandante Ramón Zavala, fueron los primeros, por ser también los de mayor categoría militar, en exclamar:
-         - ¡Combatiremos hasta morir!
Y la exclamación de ellos fue repetida por todos los jefes jóvenes, como los hermanos Cornejo, Ricardo O´Donovan, Armando Blondel y el denodado Alfonso Ugarte, gentil muchacho, que en la hora del sacrificio y perdida toda esperanza de victoria, clavó las espuelas en los flanco del fogoso corcel que montaba, precipitándose, caballo y caballero, desde la eminencia del Morro en la inmensidad del mar.
Y todos, Inclán, Arias, More, Zavala, Bustamante, los Cornejo, O´Donovan y Blondel, en la tan sangrienta como gloriosa hecatombe de Arica, hecatombe que mi pluma rehúsa describir porque se reconoce impotente para pintar cuadro de tan indescriptible grandeza; todos, a la vez que Francisco Bolognesi, cayeron cadáveres mirando de frente el pabellón de la patria y balbuceando en su última agonía el nombre querido del Perú.

1. Siguiendo las descripciones de la lectura, dibuja la sala de la casa de Bolognesi.
2. Explica con tus propias palabras el significado de:
            a) Quepí          b) Gallardo         c) Capitulación
3. ¿Qué entiendes por la frase “a tiro de cañón”?
4. Si te encontrarías en la situación de Bolognesi, ¿cuál habría sido tu respuesta?

martes, 24 de mayo de 2011

LA HISTORIA DE HUATIACURI II (ADAPTACION)

Cuando el esposo de la hija mayor de Tamtañamca se enteró de esto, desafió a Huatiacuri para vencerlo y cubrirlo de vergüenza. Lo retó de la siguiente manera: “Vamos a competir en distintas pruebas. ¿Cómo un miserable como tú se atrevió a casar con la cuñada de un hombre tan poderoso como yo? ¡Mereces morir!
Huatiacuri aceptó el reto y fue a contarle a su padre Pariacaca (que como hemos dicho era una huaca importante) todo lo sucedido.
                    Muy bien -dijo Pariacaca- cualquier cosa que te proponga, ven enseguida y cuéntamela que yo te aconsejaré.
La primera prueba consistía en probar la resistencia de ambos hombres bailando y bebiendo. Pariacaca aconsejó a su hijo de la siguiente manera:
                    Anda a la otra montaña, transfórmate en alpaca y échate fingiendo estar muerto. Muy temprano por la mañana vendrá un zorro que traerá chicha en un poronguito, su tambor y antara. Cuando te encuentre, creyendo que estás muerto te comerá. Pero antes que hagan esto, conviértete de nuevo en hombre y grita con todas tus fuerzas, él se asustará tanto que saldrá huyendo olvidando sus cosas. Con ellas tu asistirás a la competencia.
Al comenzar la competencia, el hombre rico fue el primero en bailar, aproximadamente doscientas mujeres bailaron para él. Cuando le tocó el turno a Huatiacuri, entró solo con su esposa a bailar. Tocaron el tambor que le había robado al zorro pero apenas empezaron, la tierra empezó a temblar. Así ganó en baile.
Ahora tocaba beber. Huatiacuri y su esposa se sentaron en el lugar de honor y todos los hombres presentes se fueron acercando para servirles un poco de chicha. Uno tras otro sin dejarlos respirar. Cuando le tocó a él servirles chicha a todos los presentes, Huatiacuri sacó el poronguito del zorro. Todos se echaron a reír y se burlaron diciendo que era muy pequeño para saciar a tanta gente. Pero apenas les fue sirviendo, uno a uno fueron cayendo sin sentido. Así salió vencedor de la prueba.
Al día siguiente el hombre poderoso lo retó nuevamente. Esta vez debían vestirse con las más finas ropas. Nuevamente Huatiacuri fue a consultar con su padre, quien le dio un traje de nieve. Así venció a su rival deslumbrándolos a todos. Ahora el hombre rico y poderoso quiso competir construyendo una casa grande. Huatiacuri colocó solo los cimientos y pasó el resto del día paseando con su mujer. Sin embargo, durante la noche, todas las aves y serpientes del mundo fueron y construyeron la casa. A la mañana siguiente la casa estaba terminada y el hombre rico y poderoso se asustó mucho.
Desafió a Huatiacuri a una nueva competencia. Esta vez habían de techar las casas.  Todos los huanacos y vicuñas traían paja para el techo del hombre rico. Huatiacuri contrató un gato montes que las asustó. De este modo ganó nuevamente.
Siguiendo los consejos de su padre, Huatiacuri dijo al hombre rico:
                    Yo he aceptado todos tus desafíos y en todos te he vencido, ahora te toca a ti aceptar los desafíos que proponga yo. Ahora vamos a bailar vestidos con una cusma azul y huara de algodón blanco.
El hombre rico empezó a bailar, como siempre acostumbraba hacer. De pronto, Huatiacuri entró gritando y corriendo. El hombre rico se convirtió en venado, escapándose al monte. Su esposa corrió detrás de él. Huatiacuri la persiguió. La alcanzó y al tocar su hombro se convirtió en piedra.
Este fue el fin del hombre rico y poderoso y el de su esposa, la hija mayor de Tamtañamca.

Piensa y luego completa las oraciones:
1. El esposo de la hija de Tamtañamca desafió a Huatiacuri porque …
2. Huatiacuri aceptó el reto porque …
3. La tierra tembló porque …
4. Huatiacuri desafió al esposo de la hija de Tamtañamca porque …


LA PANTORRILLA DEL COMANDANTE (ADAPTACIÓN)

I
FRAGMENTO DE LA CARTA DEL TERCER JEFE DEL “IMPERIAL ALEJANDRO” AL SEGUNDO COMANDANTE DEL BATALLÓN “GERONA”
MI querido paisano y compañero, aprovecho la oportunidad que el capitán don Pedro Uriondo va, llevando cartas del virrey para el general Valdés, para escribirte.
Uriondo es el malagüeño más entretenido que madre andaluza ha echado al mundo. Te lo recomiendo muchísimo. Tiene la manía de proponer apuestas por todo y lo particular es que siempre las gana. Por Dios, hermano, no vayas a incurrir en la debilidad de aceptarle apuesta alguna y prevén a tus amigos sobre este asuntillo.  Uriondo se jacta de que jamás ha perdido apuesta y dice la verdad. Con que, abre el ojo y no te dejes atrapar…
Siempre tuyo
                                                                                  Juan  Echerry
II
CARTA DEL SEGUNDO COMANDANTE DEL BATALLÓN “GERONA” A SU AMIGO DEL “IMPERIAL ALEJANDRO”
                                                                                                                  Sama, 28 de diciembre de 1822
Mi inolvidable amigo y pariente: Te escribo sobre un tambor, en momentos de alistarse el batallón para emprender marcha a Tacna, donde tengo por seguro que vamos a copar al gaucho Martinez, antes de que se junte con las tropas de Alvarado. El diablo se va a llevar de esta tierra a los insurgentes patriotas, ya es tiempo de que cargue Satanás con lo suyo y de que los galones de coronel luzcan sobre los hombros de este tu invariable amigo.
Te doy las gracias por haberme proporcionado la amistad del capitán Uriondo. Es un muchacho que vale en oro lo que pesa  y en los pocos días que lo hemos tenido en el cuartel general ha caído en simpatía a toda la oficialidad. ¡Y lo bien que canta el diantre de mozo! ¡Y vaya si sabe hacer hablar a las cuerdas de una guitarra!
Mañana saldrá de regreso para el Cusco con comunicaciones del general Valdés para el virrey.
Siento decirte que sus laureles como ganador de apuestas van marchitos. Sostuvo esta mañana que la leve cojera que tengo dependía, no del balazo que me plantaron en el Alto Perú, sino de un lunar grueso como un grano de arroz, que según él afirmaba como si me lo hubiera visto y palpado, debía yo tener en la parte baja de la pierna izquierda. Agregó, con gran aplomo, que ese lunar era cabeza de vena y que con el paso del tiempo, si no me lo hacía quemar con piedra infernal, me sobrevendrían ataques mortales al corazón.  Yo, que conozco cada palmo de mi cuerpo y que no soy lunarejo, solté una gran carcajada. Uriondo se picó un tanto y apostó seis onzas a que me convencía de la existencia del lunar. Aceptar la apuesta equivalía a robarle la plata y me negué; pero insistiendo él tercamente en su afirmación, varios soldados me convencieron para que la aceptara.
Ponte en mi caso. ¿Qué habrías tú hecho? Lo que yo hice, por supuesto: enseñar la pierna, desnuda, para que todos vieran  que en ella no había ni sombra de lunar. Uriondo se puso más rojo que camarón sancochado y tuvo que confesar que se había equivocado… ¡Y me pasó las seis onzas!
Contra tu consejo, tuve la debilidad (que de tal la calificaste) de aceptarle una apuesta a tu desventurado malagüeño, quedándome, más que el provecho de las seis onzas, la gloria de haber sido el primero en vencer al que tú considerabas invencible.
Tocan en este momento llamada de tropa. Dios te guarde de una bala traidora y a mi… Lo mismo.
                                                                                                        Domingo Echizarraga 
III
CARTA DEL TERCER JEFE DEL “IMPERIAL ALEJANDRO” AL SEGUNDO COMANDANTE DEL “GERONA”
Compañero: Me fundiste.
El capitán Uriondo había apostado conmigo treinta onzas a que te hacía enseñar la pantorrilla el día de los inocentes.
Desde ayer hay, por culpa tuya, treinta onzas de menos en el bolsillo de tu amigo,que te perdona el candor y te absuelve de la desobediencia al consejo.
                                                                                                          Juan Echerry


lunes, 16 de mayo de 2011

LA HISTORIA DE HUATIACURI

Los hombres que vivían en aquellos tiempos no hacían otra cosa que guerrear y luchar entre sí y reconocían a los más fuertes y valientes como jefes.
Había un hombre llamado Tamtañamca, que era un poderoso y gran señor. Su casa estaba cubierta de alas  de pájaro de plumas rojas y amarillas. Cuando la gente supo de su poder y virtud, llegaron de todas partes para honrarlo y venerarlo. Él fingiendo ser un gran sabio vivía engañando a la gente. Este hombre contrajo una enfermedad muy grave, pasó mucho tiempo y la gente se preguntaba cómo era posible que un sabio tan capaz estuviese enfermo. Tamtañamca llamó a todos los sabios posibles para que lo sanaran pero ninguno supo dar con la enfermedad que lo aquejaba.
Un hombre llamado Huatiacuri (que era hijo de la huaca Pariacaca) venía desde el mar y se quedó dormido en las faldas de un cerro llamado Latausaco. Mientras dormía escuchó la siguiente conversación entre un zorro que subía y otro que bajaba.
- Hermano -dijo el zorro que subía- ¿cómo está la situación arriba?
- Lo que está bien, está bien- contestó el otro zorro y agregó- Aunque un señor que finge ser un dios y gran sabio está enfermo. Por ello todos los adivinos tratan de dar con el origen de tan extraño mal.
- ¿Y cómo fue que se contagió con ese mal?
- Su esposa ha mentido. Por esa culpa hay dos serpientes que viven sobre la casa y están comiendo su espíritu. Hay también un sapo de dos cabezas que vive bajo su batán. Y nadie sospecha que estos son quienes enferman a Tamtañamca.
Huatiacuri al terminar de escuchar la conversación entre los dos zorros se levantó para ir hasta el pueblo del señor enfermo. Cuando estaba cerca le preguntó a todos si hubiese alguien en la comunidad que estuviese enfermo. La hija menor de Tamtañamca le respondió que su padre.
Huatiacuri le dijo que si se casaba con ella, él iba a sanar a su padre. Ella no le respondió enseguida sino que fue a contarle a su padre que un hombre pobre podría sanarlo. Los sabios que estaban allí, cuando escucharon sus palabras, se echaron a reír pensado: “Si nosotros siendo grandes sabios no hemos podido sanarlo, un pobre hombre tampoco lo hará.”
A pesar de la burla de los sabios, Tamtañamca mandó llamar a Huatiacuri.
- Si deseas voy a curarte pero a cambio me tienes que dar a tu hija en matrimonio- le dijo
El otro muy contento aceptó. El esposo de la hija mayor de Tamtañamca, al oír eso, se puso furioso: “¡Cómo podré aceptar que la cuñada de un hombre tan poderoso como yo se case con semejante pobre!
Huatiacuri dijo:
- Tu mujer te ha mentido. Su culpa te ha hecho enfermar . En el techo de tu casa hay dos serpientes que te están comiendo. También hay un sapo de dos cabezas dabajo de tu batán. Tenemos que matarlos a todos para que te cures. En cuanto a ti, tú no eres un auténtico dios, porque si lo fueras no te habrías enfermado de esta manera.
Al terminar de oír esto Tamtañamca se asustó. En cambio su mujer gritó:
- ¡Yo no soy ninguna mentirosa! ¡Este miserable me insultó sin motivo alguno!
 Pero como el enfermo tenía muchas ganas de curarse, mando que Huatiacuri haga lo que sea  necesario. Entonces sacaron a las dos serpientes y las mataron. Tamtañamca supo que Huatiacuri decía la verdad y a la mujer no le quedó más remedio que reconocer su falta. Luego levantaron el batán y el sapo de dos cabezas salió volando con rumbo con rumbo desconocido. El enfermo sanó completamente y conforme a lo acordado entregó a su hija menor para casarse con Huatiacuri. Entonces, el esposo de la hija mayor desafió a Huatiacuri para vencerlo y cubrirlo de vergüenza. 
(Adaptación)
                                                                                                                            CONTINUARÁ...                 
Responde:


1. ¿Si tú hubieras creido que Tamtañamca era un dios, ¿qué deseo le habrías pedido?
2. ¿Por qué si Tamtañamca era un dios vivía en la Tierra?
3. ¿Cómo habrías tú comprobado que Tamtañamca era un gran sabio? Explica tu respuesta.
4. ¿Qué te parece la actitud de la esposa  de Tamtañamca de no reconocer su error? 
5. ¿Cuál es tu actitud cuando cometes una error?

EL PADRE PATA

Cuando el general San Martín desembarcó en Pisco con el ejército libertador no faltaron ministros del Señor que, como el obispo Rangel,
predicasen atrocidades contra la causa libertadora y sus caudillos.


Desempeñando interinamente el curato de Chancay estaba el franciscano fray Matías Zapata que era un español de primera agua, el cual después de la misa dominical, se dirigía a los feligreses exhortándolos con calor para que se mantuviesen fieles a la causa del rey, nuestro amo y señor.
Refiriéndose al generalísimo, lo menos malo que contra él predicaba era lo siguiente:
“Carísimos hermanos: Deben saber que el nombre de ese pícaro insurgente de San Martín es por sí solo una blasfemia, y que está en pecado mortal todo el que lo pronuncie. ¿Qué tiene de santo ese hombre malvado? ¿Llamarse San Martín ese sinvergüenza, con agravio del caritativo santo San Martín de Tours, que dividió su capa entre los pobres? Que se conforme con llamarse sencillamente Martín  y le estará bien por lo que tiene de semejante con el pérfido hereje Martín Lutero, y porque como éste, tiene que arder en los profundos infiernos. Deben saber, hermanos y oyentes míos, que declaro excomulgado a todo el que gritare ¡viva San Martín!, que es los mismo que burlarse impíamente de la santidad que Dios da a los buenos”.
No pasaron muchos domingos que el generalísimo trasladara su ejército al norte y sin que las fuerzas patriotas ocuparan Huacho y Chancay. Entre los prisioneros españoles se encontraba fray Matías Zapata que fue conducido ante el excomulgado caudillo.
-      - Con que, señor mío –le dijo San Martín- ¿es cierto que me ha comparado con Lutero y que le ha quitado una sílaba a mi apellido?
  Al infeliz le entró temblor de nervios y apenas si pudo susurrar la excusa de que había cumplido órdenes de sus superiores. Añadió que estaba dispuesto a predicar devolviéndole a su señoría la sílaba quitada.
-   - No me devuelva usted nada –dijo el general- pero sepa que yo, en castigo de su insolencia, le quito también la primera sílaba de su apellido y entienda que lo fusilo sin misericordia el día que se ocurra firmar Zapata. Desde hoy no es usted más que el padre Pata, y téngalo muy presente, padre Pata.